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Contra el blanqueo de la historia

ACTUALIDAD - 02-11-2016

Contra el blanqueo de la historia

El 14 de julio de 1986 doce guardias civiles murieron asesinados en la plaza de la República Dominicana, en Madrid. Una furgoneta bomba colocada por Antonio Troitiño e Iñaki de Juana Chaos estalló al paso de dos autobuses en los que viajaban setenta guardias jóvenes provocando la mayor matanza de ETA en Madrid. La biología –nací en 1967– y, sobre todo, el azar hicieron que esa mañana de hace 30 años yo estuviese en la plaza en la que se produjo la masacre apenas minutos después de la explosión: el estruendo de la bomba se escuchó desde la redacción de la emisora –situada a unos cientos de metros– y varias llamadas de oyentes alertaron de lo que había ocurrido. Yo acababa de terminar mi primer curso de la carrera, apenas llevaba dos semanas haciendo prácticas en los informativos de la cadena y aquel 14 de julio, gracias a la amabilidad de un vecino que me permitió usar el teléfono de su casa, hice mi primera y, seguramente, peor crónica en directo.

Treinta años después, en mi memoria permanecen recuerdos vívidos de aquella terrible mañana: los cadáveres de los guardias civiles en el interior de los autobuses, el silencio de los compañeros de los agentes que llegaron hasta allí para intentar socorrer a quienes ya no necesitaban auxilio, las lágrimas de dolor y rabia de los policías nacionales y municipales, el espanto de otros periodistas mucho más curtidos y veteranos que yo cuando llegaron a la plaza, el olor de la dinamita…

Desde entonces he cubierto para los medios en los que he trabajado –Ya, El Mundo, El Sol, Claro, Interviú…– muchos más atentados y secuestros de ETA. Mi memoria ha retenido instantes de algunos de ellos, aunque no con tanta nitidez como los que me quedan del de la República Dominicana: la liberación de Emiliano Revilla, el secuestro de Ortega Lara, el crimen de Carmen Tagle, el atentado de la Dirección General de la Guardia Civil, el asesinato de Francisco Tomás y Valiente, el coche bomba que hirió a Irene Villa, el crimen de Miguel Ángel Blanco… Los que cubríamos esa información en aquellos años 80 y 90 del siglo pasado nos curtimos en escenarios de atentados con coche bomba y en funerales de víctimas de ETA. Recorrimos el País Vasco y comprobamos la bajeza moral de quienes en el mejor de los casos guardaban silencio ante los que mataban y extorsionaban, y en el peor de los casos, señalaban para que otros apretasen el gatillo o colocasen la bomba.

He vivido –no tiene ningún mérito, solo la biología y mi empeño en ser periodista tienen la culpa– todas las treguas de ETA que se rompían con un nuevo crimen y hacían añicos las esperanzas de muchos; he celebrado las detenciones de todos los jefes y comandos de ETA y he tenido el privilegio de conocer a muchos de los guardias civiles y policías que las hicieron posible; estuve en Bidart –donde fueron detenidos Paquito y Txelis– y en Sevilla cuando cayó Henri Parot y su comando itinerante de psicópatas... Mi profesión me ha permitido conocer a tipos extraordinarios y entre los más extraordinarios están los que han dedicado su vida a luchar contra ETA. Hace bien poco, uno de ellos me dijo: “la Guardia Civil se tomó la lucha contra el terrorismo etarra como una cuestión personal por algo muy sencillo. Nos estaban matando, así que eran ellos o nosotros”. He escuchado a guardias civiles contarme cómo hubo una época en la que cuando uno de ellos era asesinado, ni siquiera le podían oficiar un funeral digno porque los curas de Euskadi se negaban y tenían que sacar los cadáveres de la casa cuartel a escondidas para no hacer pasar a su viuda o a sus hijos por el escarnio y la mofa de sus vecinos.

No suelo hablar en primera persona de mi trabajo, porque va contra mis principios. Mi trabajo consiste en poner el foco en las historias y los personajes que tienen interés para los espectadores, oyentes o lectores, no en mí o en mi labor. Pero en esta ocasión lo hago para dejar claro que he sido testigo directo del horror, del sufrimiento y del daño causado por ETA durante todos estos años, desde aquella mañana del 14 de julio de 1986 en la que debuté como reportero. Una parte muy importante de mi carrera la he dedicado a contar el terror de ETA, al igual que ahora lo hago con el terrorismo yihadista. Aquel debut y todo lo vivido después no me permiten tener una posición equidistante sobre ETA y me hacen rebelarme ante cualquier intento de blanquear la historia. Cuando alguien habla del “conflicto vasco” siempre respondo que el conflicto consistía en que unos mataban, otros aplaudían o callaban ante los crímenes y otros morían. Y yo siempre he estado del lado de los que morían y así seguiré.

No soy un negacionista. También escribí sobre los años de la guerra sucia y las torturas, cuando el Estado decidió tomar atajos que lo único que hicieron fue dar más aliento a los terroristas y coartadas a quienes los apoyaban. Pero los crímenes de Estado no anulan las décadas de dolor y terror de quienes hicieron de la extorsión, el secuestro y el asesinato su forma de vida. Celebré el fin de ETA, soy defensor de la vía Nanclares para devolver a la sociedad a quienes tanto daño causaron, pero también creo que el Estado debe esclarecer todos los crímenes etarras que aún están pendientes y que son los terroristas los que tienen que colaborar a ello si quieren saldar definitivamente sus deudas con la Justicia.

Los que se empeñan en blanquear la historia están obteniendo pequeñas victorias y van camino de lograr su victoria final si no lo evitamos. Un estudio hecho este curso en varias universidades del País Vasco revelaba el desconocimiento que los jóvenes vascos tenían sobre el terrorismo etarra y cómo, por ejemplo, se había perdido en la noche de los tiempos un nombre tan significativo en la lucha contra ETA como el de Miguel Ángel Blanco. La sociedad española y vasca estará siempre en deuda con el concejal de Ermua, como con el resto de las víctimas del terrorismo, y permitir que caigan en el olvido o que se les trate como bajas de un conflicto entre dos bandos es insultar su memoria.

Las redes sociales no son una fotografía exacta de la realidad, pero son un termómetro en el que también he visto los indicios del triunfo de los blanqueadores de la historia. Cada vez que hablo en las redes sociales de ETA y recuerdo el dolor causado, siempre surgen voces que, con mayor o menor respeto y corrección, me piden que deje a esos muertos tranquilos y me interpelan para que recuerde a los de la Guerra Civil, la posguerra y los años de la dictadura de Franco.

Soy nieto e hijo de periodistas. Mi abuelo vivió la Guerra Civil y el franquismo y mi padre ya llevaba unos cuantos años trabajando cuando murió el dictador. A ellos les tocaron esos crímenes. Mi padre me ha contado docenas de veces cómo vivió el proceso de Burgos y los fusilamientos en el cuartel de Hoyo de Manzanares. A él le tocó, también por culpa de la biología, cubrir esos horrores de la dictadura y también los primeros de ETA. Ja